La segunda presidencia obradorista ha logrado galvanizar el control sobre los medios públicos. La polémica iniciativa de Claudia Sheinbaum para regular las telecomunicaciones es consistente con esa deriva, y por lo mismo ha hecho saltar múltiples alarmas. Desde la pasada transición presidencial se diseñó una depuración en canales públicos de radiodifusión. El nuevo sexenio no solo quitó de la barra a analistas con prestigio y trayectoria de izquierda como Sergio Aguayo en el Canal Once, sino que decididamente vetó la pluralidad. En lo que llaman primer piso de la transformación cabían en la televisión pública programas con gente no decididamente identificada con el régimen y opositores. Tal tolerancia (por llamarla de alguna forma) mostrada en el sexenio pasado ahora es machacada sin rubor. Esa purga —que a la fecha incluye abiertos choques de tinte estalinista entre morenistas que demandan cancelar a tal o cual colaborador poniendo en duda no sus capacidades profesionales, sino su presunta falta de pureza— homenajea al ancien régime censor. Sin embargo, no es el único ámbito en donde el cambio de gobierno ha significado una merma, antes que una corrección, en términos de acceso a la información y libertad de prensa. La mañanera se volvió más, no menos, militante. Y contra lo que el entorno de la entonces candidata triunfante decía el verano pasado, propagandistas como Jesús Ramírez no solo no salieron del círculo íntimo del poder, sino que despachan en Palacio Nacional, en donde Sheinbaum lo tiene y no precisamente de ornato. El mensaje de estos siete meses en la comunicación es evidente: la consolidación del nuevo régimen supone cualquier cosa menos una moderación en la batalla por la narrativa política. Si eso es a costa de olvidarse de ser una presidenta para todas y todos, no importa. Con dichos antecedentes, a quién extraña la polémica que suscitó la propuesta de Ley de Telecomunicaciones y Radiodifusión, que sin discutir se tramitó en comisiones esta semana, y que originalmente la mayoría morenista pretendía aprobar en el Senado el próximo lunes. La iniciativa ha hecho derroche de la marca de la nueva casa obradorista: un alto despliegue de autosuficiencia técnica intrínseca, un desdén por las formas legislativas, a priori un desprecio a lo que opinen actores del sector y la condescendencia frente a las críticas. Mas posee una congruencia con la noción obradorista de que la rectoría del Estado de sectores estratégicos se instrumenta sin oír voces plurales. La presidenta cree que si lo hace su Gobierno, debe dársele no el beneficio de la duda, sino toda la chequera en blanco. La iniciativa ha sido denunciada como un articulado de preceptos con una sola lógica: controlar absolutamente la radiodifusión y el acceso al internet (y sus derivados). No solo se cancela un regulador autónomo o independiente, sino que se mata la colegialidad de toda decisión. Lo cual nos regresa al antecedente ya mencionado de lo que ha ocurrido con la televisión pública. La batalla de décadas por arrebatar al PRI inicialmente, y a los gobiernos de la transición en otra etapa, la tentación de hacer de esos medios órganos partidistas, está perdida. Ahora el gobierno pretende instalarse como juez y parte: quien administra los contenidos, con evidente e incluso orgulloso sesgo ideológico, es quien se instaura como defensor único de las audiencias. El retroceso experimentado en la programación de esos canales de TV, y en estaciones de radio igualmente, sería casi de pena ajena por su burda obscenidad militante si no supusiera la intención manifiesta de cancelar todo espacio público a quien no piense como el régimen. Así las cosas, quién va a creerle a Sheinbaum que al pretender con la nueva ley arrogarse, sin especificar previamente procedimientos o regulaciones, la cancelación de plataformas de internet hay que estar tranquilos, pues no es censura, sino mero acto de buen gobierno. Hay una parte de lo visto estos días en donde algunos legisladores del oficialismo son diáfanos en sus intenciones: nos toca poner las reglas, es en resumen su argumento, porque —siguen— tenemos los votos y ustedes no, y porque ahora mandamos y eso incluye ser parciales. Sin llegar tan lejos al menos en público, la presidenta hizo lo propio al cancelar el INAI; al concentrar en una dependencia suya la potestad para abrir o denegar información pública, exhibe su credo estatista discrecional y refractario al expertise ajeno, a las opiniones diferentes. El gobierno controla en beneficio del pueblo, y utiliza todos los medios para ello, es el mensaje de Claudia al aterrizar el Plan C, con el que lo mismo descafeína a reguladores energéticos que instrumenta la elección con la que el grupo en el poder cooptará el Poder Judicial. Llegó el turno de la radiodifusión y, desde luego, el internet. La iniciativa pretende que un solo organismo, encabezado hoy por alguien totalmente identificado con la presidenta, tome en solitario las decisiones del complejo y dinámico sector de las telecomunicaciones. Por lo visto en lo que va del sexenio de Sheinbaum, eso de que se detuvo la aprobación de la iniciativa de Ley de Telecomunicaciones y Radiodifusión para abrir un espacio de deliberación al respecto está por (muy) verse. No hay razones para el optimismo. Las y los obradoristas no creen en contrapesos. Ella misma evadió comprometerse en mayo del año pasado cuando el diario británico Financial Times la cuestionó al respecto: atajó la pregunta sobre checks and balances diciendo que ella creía en la democracia. En la concepción del obradorismo, los contrapesos no son necesarios porque las mayorías le otorgan al régimen una especie de licencia para acometer toda clase de reforma, o tomar cualquier medida, y si es para quitar una herencia del periodo de la transición, mejor aún. Sheinbaum quieren con su iniciativa, además de control, poner nuevas reglas al acceso al internet y a la administración del espectro radioeléctrico. Sin duda, es bueno que pretenda más acceso para los marginados y cobertura no solo con criterios recaudatorios. Nadie se opone a un regulador fuerte y a favor de los intereses nacionales. Pero creer que el gobierno debe ser el único que decide, sin mecanismos de contención ni internos, puede implicar la paradoja de que tratando de mejorar el sector terminen complicándolo. La iniciativa, por cierto, pretende homologar trámites, lo cual sería un avance. Salvo que con esa cosa adánica que tanto les gana en Morena, quieren otra vez borrar organismos y empezar desde cero, como si todo lo anterior fuera malo o irrecuperable. La presidenta tiene un afán de control que puede terminar por costarle a su gobierno y a la nación. En radiodifusión y en acceso a internet, la libertad y la pluralidad fueron temas por los que la izquierda peleaba antes de 2018. Pero el poder parece que les ha borrado la memoria. Desde la llegada de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos, discutir el alcance de las plataformas de internet, incluidas las oportunidades y los riesgos de la inteligencia artificial, ha escalado en cuanto a prioridad. Que la administración Sheinbaum haya puesto su saque en torno a ese debate desde un afán de control, antes que desde una óptica que vele por los derechos para todas y todos, los pobres antes que nadie, y sin distingos de credo o ideología, es preocupantemente revelador.

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